Desayuno con Proust
Durante varías semanas excité a las neuronas más perezosas de mi cerebro, practiqué diversos rituales, activé multitud de mecanismos con una sola finalidad: Invocar a los recuerdos para acercar el pasado hasta hacer presente el pretérito con la fuerza emotiva de la cinemática, estaba interesado en conseguir fotogramas en movimiento, de luxe technicolor o daguerrotipos de feria, cualquier cosa antes que la reiteración de imágenes fijas componiendo un collage de instantáneas viradas al sepia, enmarcadas y estáticas, sobre las estanterías de un mueble bar contrachapado en colores granates de manzana caramelizada.
Algunas lumbreras de la literatura local me habían asegurado que la solución a mi problema pasaba por el método Proust, una técnica basada en recuperar los sabores de la infancia y atraparlos, ellos traerían los recuerdos. Los sabores de la infancia, como si fuera tan sencillo hacer ese viaje, conseguir la textura que el pollo de corral aportaba a la sopa, la voluptuosa densidad del arroz caldoso con tropiezos y escardaderas, el descaro de las lentejas, la arenosa sencillez de los garbanzos viudos o el sinuoso mareo de las judías blancas con orejas, manitas y careta de cerdo. Eran platos del pasado, obras maestras imposibles de reconstruir en estos tiempos de envases al vacío, recetas pre-cocinadas y alimentos manipulados por la ingeniería genética.
Me levanté acuciado por el despertador. Era temprano. Los rayos de sol todavía no habían trazado líneas paralelas sobre el parquet. Me duché con avaricia, despilfarrando el agua que los anuncios de la tele me recomendaban ahorrar, apuré el afeitado, bajé a por una barra de pan a la tahona de la esquina y me dispuse a hacer el desayuno. Estuve a punto de caer en la monotonía de café con leche y tostada con aceite, pero recordé la docena de huevos que mi vecina Paquita, urbanita con huerto, animales de granja y todo terreno, me había regalado el domingo por la noche. Eran unos huevos menudos que, al cascarlos, se presentaron compactos y apretaditos, un perfil que garantizaba la frescura del género. Vertí abundante aceite en la sartén pequeña y esperé a que el humo construyera una columna robusta. El par de huevos chisporrotearon al contacto con el líquido candente, la clara se cuajó casi al instante manteniendo la forma circular mientras el color ámbar de la yema ganó en intensidad. Los freí hasta tejer un velo de puntillas crujientes y doradas.
Dediqué los primeros bocados a desmenuzar y deglutir la clara de una manera sistemática y en constante avance radial hasta que uno de los trozos de pan encontró el camino beatífico de la eclosión liquida, espesa y tentadora de las dos yemas. La untuosidad amarilla cambió el campo cromático y la voluptuosidad húmeda de los labios, los dientes y las papilas gustativas activaron la máquina del tiempo. Una asombrosa reacción en cadena partió de la boca en dirección al cerebro, allí comenzó la exhibición de una escena a la velocidad de 24 fotogramas por segundo.
Era verano en el Barrio del Piojo. La Lupe cantaba al ritmo inconfundible de los que han nacido a orillas del Guadalquivir, la Amanda barría la acera mientras mi madre regaba las macetas de los geranios que decoraban todas las ventanas de nuestra casa. Más al fondo, en segundo plano, el discurrir del río sin nombre dónde la chiquillada jugaba a ver quien meaba más lejos.
La fuerza de la memoria traspasó veleidades intelectuales para incorporarse al circuito por dónde transitan los estímulos nerviosos. El escalofrío comenzó en la parte superior de la espina dorsal, se distribuyó por las extremidades y terminó por disiparse en la punta de cada uno de los dedos. El vendaval emotivo fue breve, intenso y me dejó un sabor a huevos fritos muy parecido al que me acompañó durante mi infancia.
Todas las mañanas, después de ayudar en la misa de ocho, pasaba por la tienda de la Leonor para comprar pan y huevos. Mi madre me freía uno antes de ir al colegio, así fue hasta el día que dimití como monaguillo y por extensión dejé de ir a la tienda de la Leonor, entonces llegó el Cola-Cao y las galletas María, una pérdida de la que entonces no fui consciente.
El segundo par de huevos fritos me los comí muy despacio, afiné todos mis sentidos, puse en estado de alerta el raciocinio y la inteligencia, intenté descubrir el camino que el recuerdo había trazado para conquistar mi cuerpo. Nada. No me rendí ante el fracaso y repetí el ritual. No estoy seguro de cuando abandoné el protocolo científico y la velocidad empezó a ser determinante. Me comí el último par de huevos con tanta ansiedad, que estuve más cerca de las bestias que del método Proust.
El recuerdo no regresó, sin embargo, el médico de guardia, tras mi llamada, lo hizo en pocos minutos, muy poco tiempo para inventar una excusa convincente que explicara mi empacho ovíparo.
Algunas lumbreras de la literatura local me habían asegurado que la solución a mi problema pasaba por el método Proust, una técnica basada en recuperar los sabores de la infancia y atraparlos, ellos traerían los recuerdos. Los sabores de la infancia, como si fuera tan sencillo hacer ese viaje, conseguir la textura que el pollo de corral aportaba a la sopa, la voluptuosa densidad del arroz caldoso con tropiezos y escardaderas, el descaro de las lentejas, la arenosa sencillez de los garbanzos viudos o el sinuoso mareo de las judías blancas con orejas, manitas y careta de cerdo. Eran platos del pasado, obras maestras imposibles de reconstruir en estos tiempos de envases al vacío, recetas pre-cocinadas y alimentos manipulados por la ingeniería genética.
Me levanté acuciado por el despertador. Era temprano. Los rayos de sol todavía no habían trazado líneas paralelas sobre el parquet. Me duché con avaricia, despilfarrando el agua que los anuncios de la tele me recomendaban ahorrar, apuré el afeitado, bajé a por una barra de pan a la tahona de la esquina y me dispuse a hacer el desayuno. Estuve a punto de caer en la monotonía de café con leche y tostada con aceite, pero recordé la docena de huevos que mi vecina Paquita, urbanita con huerto, animales de granja y todo terreno, me había regalado el domingo por la noche. Eran unos huevos menudos que, al cascarlos, se presentaron compactos y apretaditos, un perfil que garantizaba la frescura del género. Vertí abundante aceite en la sartén pequeña y esperé a que el humo construyera una columna robusta. El par de huevos chisporrotearon al contacto con el líquido candente, la clara se cuajó casi al instante manteniendo la forma circular mientras el color ámbar de la yema ganó en intensidad. Los freí hasta tejer un velo de puntillas crujientes y doradas.
Dediqué los primeros bocados a desmenuzar y deglutir la clara de una manera sistemática y en constante avance radial hasta que uno de los trozos de pan encontró el camino beatífico de la eclosión liquida, espesa y tentadora de las dos yemas. La untuosidad amarilla cambió el campo cromático y la voluptuosidad húmeda de los labios, los dientes y las papilas gustativas activaron la máquina del tiempo. Una asombrosa reacción en cadena partió de la boca en dirección al cerebro, allí comenzó la exhibición de una escena a la velocidad de 24 fotogramas por segundo.
Era verano en el Barrio del Piojo. La Lupe cantaba al ritmo inconfundible de los que han nacido a orillas del Guadalquivir, la Amanda barría la acera mientras mi madre regaba las macetas de los geranios que decoraban todas las ventanas de nuestra casa. Más al fondo, en segundo plano, el discurrir del río sin nombre dónde la chiquillada jugaba a ver quien meaba más lejos.
La fuerza de la memoria traspasó veleidades intelectuales para incorporarse al circuito por dónde transitan los estímulos nerviosos. El escalofrío comenzó en la parte superior de la espina dorsal, se distribuyó por las extremidades y terminó por disiparse en la punta de cada uno de los dedos. El vendaval emotivo fue breve, intenso y me dejó un sabor a huevos fritos muy parecido al que me acompañó durante mi infancia.
Todas las mañanas, después de ayudar en la misa de ocho, pasaba por la tienda de la Leonor para comprar pan y huevos. Mi madre me freía uno antes de ir al colegio, así fue hasta el día que dimití como monaguillo y por extensión dejé de ir a la tienda de la Leonor, entonces llegó el Cola-Cao y las galletas María, una pérdida de la que entonces no fui consciente.
El segundo par de huevos fritos me los comí muy despacio, afiné todos mis sentidos, puse en estado de alerta el raciocinio y la inteligencia, intenté descubrir el camino que el recuerdo había trazado para conquistar mi cuerpo. Nada. No me rendí ante el fracaso y repetí el ritual. No estoy seguro de cuando abandoné el protocolo científico y la velocidad empezó a ser determinante. Me comí el último par de huevos con tanta ansiedad, que estuve más cerca de las bestias que del método Proust.
El recuerdo no regresó, sin embargo, el médico de guardia, tras mi llamada, lo hizo en pocos minutos, muy poco tiempo para inventar una excusa convincente que explicara mi empacho ovíparo.
12 Comments:
Afortunadamente (y a diferencia con tus últimos post alimenticios) mientras te leo el microondas gira con una estupenda perdiz estofada que mi santo tuvo a bien prepararme ayer y que, curiosamente, es probable que también consiga trasladarme a otro tiempo.
Seguramente me traerá la imagen de mi padre, todavía él, entrando en casa el día del Pilar con varios pájaros al cinto, sudoroso y contento tras la paliza de campo. Y las plumas rojas y marrones volando por la cocina...y un plato de escarola con perdiz escabechada para celebrar mi cumpleaños.
No creo que me siente mal, ni siquiera que provoque en mi la habilidad suficiente para escribir un buen cuento...pero seguro que me da un escalofrío terrible porque nada de eso, desde entonces, ha vuelto.
PD Yo también me como primero la clara de los huevos. Hay quien dice que hay que escachar todo junto, que eso es un sacrilegio. Bah.
No sabía yo que la nostalgia subiera el colesterol....;-) Esperemos que tu cuerpo olvide pronto el empacho, no vaya a ser que cada vez que veas un par de huevos fritos tengas que ser rápido y veloz....hacia el baño.
Hasta que te recuperes prueba con el poder evocador de los olores. Cuídate.
¡¡Marchando una de huevos!!Con los buenos que están eh? cuando mi padre los trae a casa recien puestos no los doy la importancia que tienen, pero si paso una temporada sin ellos, ninguno sabe igual.
Sigo viviendo en un pueblo asi que el sabor del que hablas me acompaña en muchos casos. Un abrazo, que se pase la indigestión y la próxima con más cuidado,jajjaa.
Hola Lamima
Es verdad, no había caído en la cantidad de cuestiones grastronómicas de los últimos días.
Creo que nunca he comido perdiz, en mi familia nunca ha habido cazadores.
Pero el lujo de este comentario es que la periz te la ha cocinado un "santo" ¡por Dios! deberías regresar y dejarnos la receta, o mejor, que lo haga él!!!!
Y ahora nos ponemos un poco serios.
Al parecer el mecanismo del recuerdo esta en el lugar menos insospechado, bien es cierto que los olores y los sabores tienen mucho que ver en el asunto pero tal vez están en olores y sabores que ni siquiera sospechamos que puedan causarnos ese efecto.
No bajes la guardia, cualquier día vuelve el recuerdo con la fuerza del presente, ya lo verás.
"Escachar" es un verbo genial y me gusta que lo uses con el mejor de los ejemplos. Efectivamente, escachar un huevo es un sacrilegio y nosostros a lo nuestro, primero la clara hasta recortar muy bien la yema, si lo haces con cuidado hasta se puede desprender una ligera telilla que deja la yema desnuda, redondita a punto de explotar y entonces... ¡entonces la felicidad!
Salu2 Córneos
PD. Me da un poco de verguenza no haber pensado en el tamaño de los inodoros para niños, en fin.
Hola Ana.
Con el tema de los huevos fritos siempre me acuerdo de una escena de Paco Martinez Soria en la que, de tanto comer huevos tras su divorcio, se auto diagnostica "huevitis fritis".
Eso dicen que los olores son muy evocadores, yo, la verdad, no tengo buen olfato. Tal vez por eso, hace tiempo, titulé un relato con "Anosmia"
Salu2 Córneos.
Hola Gubia.
Efectivamente, los huevos se piden en plural, tú si que sabes.
Esos huevos frescos son una de las maravillas del mundo, nada que ver con los habituales en los supermercados en los que la clara se desparrama ocupando todo el plato.
Salu2 Córneos que me gustaría hacer llegar al recolector de huevos y las ponedoras ;-)
Yo también he visto esa peli de Paco Martínez Soria jaJajaj!
A mi que salte el mecanismo evocador me parece una putada, vas a un buffet libre y te acuerdas de tu vida en verso.
Según la wikipedia también existe la 'anosmia específica'. ¿Te imaginas conocer el olor de todo menos el del chocolate o el del melocotón? Vaya movida.
Hola Goulds
¡Quien no haya visto la peli de la huevitis fritis o cualquiera otra que levante la mano!
Me temo que el mecanismo evocador lo buscan, además de Proust y sus magdalenas, los que buscan autenticidad en las historias, obviemos los motivos ejejejeje.
De hecho, aseguraría que yo tengo algún tipo de "anosmia específica" para escapar de determinados olores, cuestión de supervivencia emocional.
Salu2 Córneos.
manda huevos!...yo creo más en la propia memoria, recopliar y trascender...esa que te trae sólo el aroma de la tierra mojada...junto al color inconfundible de la sopa de cocido roja por la calabaza...abrazos...sin memoria?.
Hola Fernando, un comentario muy proutsiano.
Pero es que hay dos tipos de memoria. La primera estaría muy relacionada con eso que llamas "propia memoria" y que a mi me gusta identificar con un inventario de recuerdos y que muy bien puede estar alimentada por cualquier efecto sensorial, no sólo los olores y los colores, también las texturas y el sabor.
Pero la teoría proutsiana va más allá, para que la memoria sea arrebatadora es necesario un mecanismo que la excite (magdalenas, huevos, sopa o vaya usted a saber) es entonces cuando la memoria nos arrebata, es entonces cuando se transciende, ya no es un inventario más o menos ordenado de nuestros recuerdos, es una experiencia vital, una explosión.
En ese punto es dónde a mi me llegan las dudas: ¿Podré entender y desenmarañar la lluvia de sentimientos si carezco del razocinio? Escribir tal vez sea el camino del entendimiento.
La memoria no nos dice como fuímos, nos habla de como nos recordamos, o de como nos hubiera gustado ser. El fenómeno contrario es lo realemnte importante y vital.
En fin, que me parece que me he enrollado lo suyo. No releo para no mutilar jajajajajaja
Salu2 Córneos.
yo tengo mi memoria...no sé si la del amigo Proust no era también algo estético apra escribir sus libros...pero desde luego en mi tocas las teclas y mana...abrazos.
Hola Fernando.
No sería malo que hubiera tambien cierta postura estética en Proust, en él y en cualquier creador. Tener un discurso teórico en el que sustentar la creación artistica me parece un paso importante. Otra cosa es que el yugo de la estética mutile la acción creadora, o la cambie. No se, esto lo tendría que pensar más, pero es muy tarde y mañana madrugo (jajajajaja tal vez suene a tirar baloes fuera y aunque es verdad lo dicho algo hay de ello, que siempre que me he metido en estos jardines contigo como protagonista he aprendido, pero también me he escaldado jajajajajajajajajajajajaja)
Salu2 Córneos y abrazos.
PD. He visto algunas fotos tuyas del bloguellón y te he visto: FELIZ, así que enhorabuena.
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