La Senda Vilas (II)
Demetrio me llamó para pasar una tarde futbolera en su salón refrigerado. Los dos sabíamos que era una excusa, siempre era una excusa. Todas y cada una de las veces intenta colarme el Inglaterra - Argentina del Mundial de Méjico 86 porque sabe de mi debilidad por ese encuentro pero, a poco que insisto, acabamos viendo la final de 74 entre Alemania y Holanda.
Estaba mucho más callado de lo habitual porque mediada la segunda parte todavía no se había sustanciado el motivo de la cita. Las patatas fritas ya se habían acabado, los pistachos iban por el mismo camino y las latas de Ámbar ocupaban más del noventa por ciento de la mesilla que separaba la televisión del sofá. Empecé a preocuparme porque ni siquiera expresó sus tradicionales teorías sobre el juego de la Naranja Mecánica.
El partido terminó con la victoria germana y Demetrio disparó « ¿Te atreverías a eliminar un libro?» Lo susurró mientras miraba de un lado para otro como los espías malos de la antigua URSS en las películas de los años de la guerra fría.
— ¿Eliminar un libro? — le pregunté.
— Si, eliminar un libro. Y digo eliminar. No digo reciclar, ni regalar y mucho menos “pues para tirarlo me lo quedo yo”. No. Lo quiero eliminar.
— ¿Y que pinto yo en todo esto?
— Bueno, ya me contaste que de vez en cuando retiras algunos de tus libros, los almacenas en el trastero, incluso los has enviado a escuelas de Suramérica. En fin, que estás más acostumbrado que yo a desprenderte de ellos.
— Digamos — le repliqué disgustado— que me gusta recolocarlos, pero no los elimino.
— Lo que tú digas y no te pongas estupendo. Pero yo necesito eliminar uno. Eliminarlo, que quede fulminado. Zas, desaparecido y nunca más se supo.
— Si te quieres deshacer de un libro lo puedes donar a la biblioteca del barrio…
— No. Lo quiero eliminar.
— Vamos Demetrio que me estoy poniendo nervioso, ¿eliminar un libro?
— Si, eliminar — Hizo un movimiento con las manos como si degollará un conejo y puso cara de asco. — Quemar, trocear, despedazar, ¡yo qué se!
— Lo puedes tirar al contenedor de reciclaje de papel.
— ¡Que no! Sólo quiero eliminarlo, vaya, que lo elimines tú. Lo coges, te vas de casa y no me cuentes como… lo eliminas.
— Pero ¿porque quieres…?
— Pssss, sin preguntitas que te conozco. Primero querrás saber porque quiero deshacerme de él, después te pondrás de su lado y terminarás por convencerme de lo pirado que estoy. Nada, de eso nada, nada de preguntas. Te confío este asunto porque eres mi amigo, mi único amigo de verdad y no hay más que hablar. ¿Me ayudarás?
— Joder, aunque elimines tu ejemplar, ¿Qué pasa con el resto de los publicados?
— Esos me dan igual. Yo quiero cargarme al que me ha jodido con afirmaciones filosófico-biológicas que me ha dejado para el arrastre. No, no pongas cara de cordero que no te voy a contar nada. Al menos hoy, primero quiero que…
— Vale — dije — ¿que libro hay que eliminar?
— Esta dentro ahí dentro.
Señaló a una de las estanterías sobre la que reposaba una bolsa del Carrefour. Me levanté con decisión, tomé el objeto de la discordia y me dirigí hacía la puerta. Mientras esperaba al ascensor mi amigo me preguntó como pensaba eliminarlo.
— Me lo voy a llevar a la fábrica para tirarlo al lecho incandescente de sales minerales que arden en la solera de la caldera de recuperación.
***
A estas alturas imaginaras, amigo lector, que no tenía la menor intención de hacerle caso a mi amigo Demetrio.
Le pegué un vistazo al índice. Me llamó la atención un título con el que me sentí plenamente identificado “Nunca seremos escritores”. Fui hasta la página veintisiete y comencé la lectura. “Es verano” En el texto y en la ciudad era verano. “Es treinta de julio” Otra casualidad pero no tanto, tuve que consultar el reloj para asegurarme que era el doce de julio. “Hay ocho mil grados en Zaragoza” Bueno, miles todavía no, el termómetro de una farmacia de zaragoh!za indicaba cuarenta y un grados centígrados. “Qué solos están los vampiros”
Continúe la lectura en la parada del treinta, no estaba lejos de casa pero preferí hacer el trayecto bajo la refrigeración del bus urbano. Al pasar la tarjeta de transporte perdí la página del libro y mis ojos recuperaron el texto en un lugar indeterminado en el que se afirmaba “El teléfono del restaurante ‘El cielo de hierro’ hace treinta años que no sale en la guía. Marca ese número, a ver quien está” Y allí estaban los números.
Lo hice sin pensar, de una manera irreflexiva. Marqué aquellos dígitos en el teléfono móvil y esperé.
— ¿Dígame?
Estuve a punto de colgar.
— Si, ¿dígame?
— ¿Es usted un vampiro? — acerté a preguntar
— ¿Cómo dice?
— ¿Qué si es el restaurante El cielo de hierro?
— ¿Quién es usted y qué coño quiere?
— Quiero hablar con un vampiro.
— Pues mire aquí no tenemos ningún vampiro. Por cierto, ¿no me diga que usted es un vampiro?
— No, no. Yo no soy ningún vampiro. Sólo soy un lector.
— ¿Y que esta leyendo?
— Un libro de un autor aragonés.
— Seguro que no lo conozco. Yo leo poco, ¿sabe usted? ¿Hay escritores vampiros?
— Si que los hay.
— Pues llame usted a uno de ellos. Seguro que ese escritor aragonés es un vampiro
— Por eso he marcado este teléfono, para hablar con el vampiro, quiero decir con el escritor.
— ¿Y de dónde deduce que este es el teléfono de ese vampiro?
— Porque lo he leído en uno de sus libros.
— Pues ya ve usted, debe ser una errata porque yo no soy escritor, no tengo ningún restaurante y tampoco soy un vampiro.
—… — No sabía que decir — Ya me perdonará por esta llamada — y colgué.
Bajé del autobús para darme de bruces con el bochorno. Al llegar a casa abrí una Ámbar y comencé a leer las primeras líneas del libro “Corre el año 1979” Era mentira, corría el verano del año 2006, el verano en el que engañé a mi amigo Demetrio y no eliminé el libro Zeta de Manuel Vilas.
***
“El mismo acto de vivir todos los días nos convierte en indeseables mansiones” (Zeta. Manuel Vilas. Mayo 2002)
Estaba mucho más callado de lo habitual porque mediada la segunda parte todavía no se había sustanciado el motivo de la cita. Las patatas fritas ya se habían acabado, los pistachos iban por el mismo camino y las latas de Ámbar ocupaban más del noventa por ciento de la mesilla que separaba la televisión del sofá. Empecé a preocuparme porque ni siquiera expresó sus tradicionales teorías sobre el juego de la Naranja Mecánica.
El partido terminó con la victoria germana y Demetrio disparó « ¿Te atreverías a eliminar un libro?» Lo susurró mientras miraba de un lado para otro como los espías malos de la antigua URSS en las películas de los años de la guerra fría.
— ¿Eliminar un libro? — le pregunté.
— Si, eliminar un libro. Y digo eliminar. No digo reciclar, ni regalar y mucho menos “pues para tirarlo me lo quedo yo”. No. Lo quiero eliminar.
— ¿Y que pinto yo en todo esto?
— Bueno, ya me contaste que de vez en cuando retiras algunos de tus libros, los almacenas en el trastero, incluso los has enviado a escuelas de Suramérica. En fin, que estás más acostumbrado que yo a desprenderte de ellos.
— Digamos — le repliqué disgustado— que me gusta recolocarlos, pero no los elimino.
— Lo que tú digas y no te pongas estupendo. Pero yo necesito eliminar uno. Eliminarlo, que quede fulminado. Zas, desaparecido y nunca más se supo.
— Si te quieres deshacer de un libro lo puedes donar a la biblioteca del barrio…
— No. Lo quiero eliminar.
— Vamos Demetrio que me estoy poniendo nervioso, ¿eliminar un libro?
— Si, eliminar — Hizo un movimiento con las manos como si degollará un conejo y puso cara de asco. — Quemar, trocear, despedazar, ¡yo qué se!
— Lo puedes tirar al contenedor de reciclaje de papel.
— ¡Que no! Sólo quiero eliminarlo, vaya, que lo elimines tú. Lo coges, te vas de casa y no me cuentes como… lo eliminas.
— Pero ¿porque quieres…?
— Pssss, sin preguntitas que te conozco. Primero querrás saber porque quiero deshacerme de él, después te pondrás de su lado y terminarás por convencerme de lo pirado que estoy. Nada, de eso nada, nada de preguntas. Te confío este asunto porque eres mi amigo, mi único amigo de verdad y no hay más que hablar. ¿Me ayudarás?
— Joder, aunque elimines tu ejemplar, ¿Qué pasa con el resto de los publicados?
— Esos me dan igual. Yo quiero cargarme al que me ha jodido con afirmaciones filosófico-biológicas que me ha dejado para el arrastre. No, no pongas cara de cordero que no te voy a contar nada. Al menos hoy, primero quiero que…
— Vale — dije — ¿que libro hay que eliminar?
— Esta dentro ahí dentro.
Señaló a una de las estanterías sobre la que reposaba una bolsa del Carrefour. Me levanté con decisión, tomé el objeto de la discordia y me dirigí hacía la puerta. Mientras esperaba al ascensor mi amigo me preguntó como pensaba eliminarlo.
— Me lo voy a llevar a la fábrica para tirarlo al lecho incandescente de sales minerales que arden en la solera de la caldera de recuperación.
***
A estas alturas imaginaras, amigo lector, que no tenía la menor intención de hacerle caso a mi amigo Demetrio.
Le pegué un vistazo al índice. Me llamó la atención un título con el que me sentí plenamente identificado “Nunca seremos escritores”. Fui hasta la página veintisiete y comencé la lectura. “Es verano” En el texto y en la ciudad era verano. “Es treinta de julio” Otra casualidad pero no tanto, tuve que consultar el reloj para asegurarme que era el doce de julio. “Hay ocho mil grados en Zaragoza” Bueno, miles todavía no, el termómetro de una farmacia de zaragoh!za indicaba cuarenta y un grados centígrados. “Qué solos están los vampiros”
Continúe la lectura en la parada del treinta, no estaba lejos de casa pero preferí hacer el trayecto bajo la refrigeración del bus urbano. Al pasar la tarjeta de transporte perdí la página del libro y mis ojos recuperaron el texto en un lugar indeterminado en el que se afirmaba “El teléfono del restaurante ‘El cielo de hierro’ hace treinta años que no sale en la guía. Marca ese número, a ver quien está” Y allí estaban los números.
Lo hice sin pensar, de una manera irreflexiva. Marqué aquellos dígitos en el teléfono móvil y esperé.
— ¿Dígame?
Estuve a punto de colgar.
— Si, ¿dígame?
— ¿Es usted un vampiro? — acerté a preguntar
— ¿Cómo dice?
— ¿Qué si es el restaurante El cielo de hierro?
— ¿Quién es usted y qué coño quiere?
— Quiero hablar con un vampiro.
— Pues mire aquí no tenemos ningún vampiro. Por cierto, ¿no me diga que usted es un vampiro?
— No, no. Yo no soy ningún vampiro. Sólo soy un lector.
— ¿Y que esta leyendo?
— Un libro de un autor aragonés.
— Seguro que no lo conozco. Yo leo poco, ¿sabe usted? ¿Hay escritores vampiros?
— Si que los hay.
— Pues llame usted a uno de ellos. Seguro que ese escritor aragonés es un vampiro
— Por eso he marcado este teléfono, para hablar con el vampiro, quiero decir con el escritor.
— ¿Y de dónde deduce que este es el teléfono de ese vampiro?
— Porque lo he leído en uno de sus libros.
— Pues ya ve usted, debe ser una errata porque yo no soy escritor, no tengo ningún restaurante y tampoco soy un vampiro.
—… — No sabía que decir — Ya me perdonará por esta llamada — y colgué.
Bajé del autobús para darme de bruces con el bochorno. Al llegar a casa abrí una Ámbar y comencé a leer las primeras líneas del libro “Corre el año 1979” Era mentira, corría el verano del año 2006, el verano en el que engañé a mi amigo Demetrio y no eliminé el libro Zeta de Manuel Vilas.
***
“El mismo acto de vivir todos los días nos convierte en indeseables mansiones” (Zeta. Manuel Vilas. Mayo 2002)
Etiquetas: Relato
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home