La curvatura de la córnea

03 marzo 2006

Del Popolo a Giolitti


Las ejecuciones públicas se realizaban en el gigantesco espacio circular de la Piazza del Popolo. Nos conjuramos en el esfuerzo de imaginar toda la sangre derrama pero no lo conseguimos. Entre otras cosas porque era muy difícil motivar a la fantasía cuando la bucólica mañana de domingo sólo nos ofrecía la imagen de atletas de todo pelaje trotando en torno a la plaza, o en línea recta hasta alcanzar el cercano parque de Villa Borghese. Estábamos en el corazón del Il Tridente. El nombre del barrio viene determinado por las tres importantes avenidas que confluyen en la plaza: La Via Ripetta que desemboca en el río, la Via Babuino que la une con la Piazza de Spagna hasta llegar a la colina del Quirinale y, por último, la Via del Corso que delimita el centro de Roma y termina en la Piazza di Venezia.
Nuestros pasos se perdieron en el laberinto de la moda: Armani, Bulgari, Gucci, Prada, Valentino, Versace… La vista de escaparate en escaparate: Alta costura, joyas, decoración, menaje y piezas de arte. La Via Condotti nos llevó hasta dónde habíamos soñado rodar nuestro particular homenaje a Audrey Hepburn y Gregory Peck. Pero nos encontramos con el asfalto de la Piazza di Spagna al estilo Alcalde: Enormes socavones en beneficio de los ciudadanos e incluso de los turistas.
Elevamos la vista a través de la Scalinata della Trinitá dei Monti hasta descubrir las telas publicitarias que escondían la fachada de la iglesia Trinitá dei Monti. Era inútil disimular. La Fontana della Barcaccia rodeada de vallas terminó con nuestro gozo en un pozo. Las condiciones eran insalvables y decidimos no representar la escena cinematográfica que habíamos ideado: Un encuentro alegre, tierno y afectivo entre dos enamorados. Migue bajaría la escalinata mientras yo surgía tras la fuente. Ambos corríamos hasta encontrarnos en un apasionado abrazo. Beso de tornillo. Acercando cámara a primer plano. Fundido en negro con sobreimpresión de The End. Una secuencia digna de Roberto Rossellini, Lucchino Visconti, Pier Paolo Pasolini o de tu director de cine favorito.
El siguiente monumento a visitar debería haber sido la Fontana del Tritone. Algo pasó, tal vez fue una discusión tipo «Perdona cariño pero por aquí es mucho más corto» o esa otra «No digo, mi amor, que la distancia a recorrer sea menor pero, ay mi cielito, la orografía es mucho más cómoda de recorrer por este otro lado» Entretenidos en esas triquiñuelas nos metimos en el túnel de Umberto I. Un amplio pasadizo que cruza de lado a lado la colina del Qurinale. Allí dentro no pude mantener la justificación cartográfica, así que apreté los dientes y deseé que el desvío del camino previsto no fuera excesivo.
Amanecimos a la luz del día en la Vía Nazionale, allí lamenté mi torpeza. «Madre del amor hermoso» grité enfurecido « ¿Cómo he podido equivocarme? Yo que hice el servicio militar de cabo artillero y estaba especializado en topografía. Vamos, que manejaba los mapas que daba gusto verme ¿Te lo he contado alguna vez? Aprendí de punta a rabo todos los accidentes geográficos de Gran Canaria. Y ahora, ya ves, me pierdo como el más vulgar de los turistas» «No te des mal cielocariñotesoromiamor» me dijo Migue «Todo el mundo sabe que entre Roma y la isla dónde hiciste la mili hay mucha, muchísima diferencia»
Reorientamos nuestros pasos hasta situarnos en la Via del Quirinale dirección San Carlo Quattro Fontane. Había decidido plantarme en la intersección de ambas avenidas, ahí, con dos, en el medio de la calzada y a las bravas. Clavado entre el tráfico rodado de esta ciudad de conductores anárquicos dónde parece que cada uno va a su bola pero, si te fijas, hay un orden en medio de tanto desbarajuste automovilístico. « ¿A que viene ese capricho?» preguntó Migue. Afiné la voz campanuda de los grandes acontecimientos y comencé la explicación «Desde el centro de la intersección de esas dos arterias principales puedes ver tres de los obeliscos de Roma. A saber…» No pude continuar.
¿Cuanto tienen de voluntariedad nuestras decisiones? ¿Tenemos en cuenta todos los factores que influyen? ¿Siempre lo hacemos bajo la advocación del libre albedrío? ¿Qué ocurre con los elementos que no controlamos, los que ignoramos, o los que desconocemos? La respuesta fue muy sencilla en el caso que nos ocupa: La culpa del cambio de sentido fue del swing.
Las notas eran muy débiles, apenas un susurro que se ahogó en el desagradable croar del semáforo verde para peatones. Agudizamos el oído. Los viandantes se pararon ante la luz roja. Volvimos a escucharlo. Avanzamos a toda prisa tras la música que temíamos perder en alguna esquina. La melodía aumentaba de volumen a cada zancada y cuando pisamos los adoquines de la Piazza del Quirinale teníamos perfectamente identificado el inconfundible estilo de Glenn Miller.
El director de la banda militar era tan parecido a Nicolas Cage que estuve tentado de retratarme a su lado. No lo hice por temor a incumplir algún artículo del reglamento castrense italiano. Le observé con detenimiento. Dirigía con energía y utilizaba unos ademanes que estaban muy alejados del imaginario marcial. Movía con gracejo una minúscula batuta, levantaba las puntas de los pies y, cuando daba entrada a un solo, agitaba el trasero.
El atardecer bañaba de amarillo aquel rincón transformado en dorada caja músical. Los aplausos dejaron de atronar tras la última pieza y la tentación vino disfrazada de recuerdo juvenil. Sonó In the mood, nos cogimos como nos enseñó Diana, la diosa de las profesoras de baile, y convertimos la plaza en una agradable pista de baile.
Las nubes acudieron en cuantito se retiró la banda y el sol escapó apresurado porque quiso regalarnos el tiempo suficiente para disfrutar de la imagen somnolienta que Roma ofrecía.
Nos debatimos entre la querencia de encontrarla y el deseo de sorpresa. Pero fue el agua quien decidió. Los chorrederos cantaban con ecos que recorrían las calles y nos arrastraron hasta darnos de bruces con la fuente más famosa del mundo.
Neptuno dominaba el panorama flanqueado por un par de tritones en dura pelea con dos caballos que representan el océano furioso y la mar en calma. La abundancia y la salud se situaban a ambos lados, en el ático, cada una de las estaciones de año y su relación con las aguas. Un blasón, en lo más alto de la fuente, recordaba que toda esta parafernalia había sido ideada en 1732 por el papa Clemente XII. El proyecto para que el arroyo Aqua Virgo desaguara en la Fontana di Trevi tardó treinta años en realizarse y, en cambio, nadie sabe cuando se instauró la tradición de lanzar por encima del hombro las tres monedas que te garantizan el regreso a Roma. Como presumimos de turistas hicimos el ritual con alegría, con ilusión y con la esperanza de ver cumplida la promesa que marca esta costumbre.
Pasamos un buen rato en los escalones que ciñen la famosa fuente. Sentados y de pie, boquiabiertos y ojiplatos, siempre atentos al constante ir y venir de mujeres, hombres y niños que se acercaban al borde del agua con desbordante felicidad: Energía humana en estado puro. Los flashes fotográficos no pararon ni una milésima de segundo. Alumbraron sonrisas, un puesto de castañas, dos centuriones romanos, decenas de vendedores ambulantes de frutas, cachivaches y todo tipo de souvenir.
La noche y la humedad nos recordó que era invierno Decidimos ir a cenar. Muy cerca de la plaza encontramos un pequeño restaurante con manteles de cuadros rojos y blancos, sobre cada mesa una pequeña vela y el olor irresistible del pan recién hecho. Pedimos ensalada, canelones, macarrones di mare, vino blanco de la casa y una avalancha de palabras. Desconozco los motivos que guiaron la conversación, si fueron las hadas, el destino o nuestro subconsciente. El hecho es que entre copa y copa hicimos un resumen de los sentimientos que han transitado por nuestra vida, de todo lo bueno que hemos aprendido y todo lo malo que hemos vencido a lo largo de tantos años de convivencia. Nos miramos a los ojos con lealtad y escrutamos en lo más hondo del alma, esa introspección que tanto miedo produce por el horror a no encontrar todos los sueños. Tiramos de la soga hasta sacar la verdad de cómo transcurre nuestra vida. La miramos acobardados hasta que el valor apareció, una vez más, para salvarnos. Sabíamos que las palabras ya no servían, muchas de ellas estaban desgastadas de tanto usarlas. Que a estas alturas sólo se puede defender el amor con mucho más amor, sin hipocresías, sin medias tintas, amar por amar hasta morir extenuados en el intento de llegar lo más lejos posible. Una competición para la que nos sentimos preparados y que comenzamos esa misma noche en un pequeño restaurante junto a la Fontana di Trevi.
Propuse firmar un pacto pero Migue cogió mi mano con fuerza y me arrastró por las calles que ya nos eran familiares. Cruzamos la solitaria Via del Corso a la carrera. En la Piazza Colona rodeamos la columna que conmemoraba la victoria de Marco Aurelio sobre los bárbaros y que, desde entonces, celebra la renovación de nuestro amor. La puerta principal de la Cámara de los Diputados estaba vigilada por un par de carabinieris que no dudaron en jalear nuestra velocidad entre carcajadas y un « ¡Viva el amore!». Paramos en el número cuarenta de la Via degli Uffici del Vicario para comernos a besos. Recobramos la respiración y entramos a Giolitti convencidos de la fuerza inexpugnable de nuestro amor. Migue se dirigió a la cajera y sentenció «Por favor, dos cucuruchos grandes de menta y chocolate»

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2 Comments:

At 20 marzo, 2006 22:29, Anonymous Anónimo said...

Generalizar suele ser malo ya que hay variedades de grises. Dicen que las ejecuciones públicas no se contemplaban por morbo, se utilizaban para practicar el sexo. Entre el gentío, los hombres se colocaban tras las mujeres penetrándolas.

 
At 20 marzo, 2006 22:30, Anonymous Anónimo said...

Generalizar suele ser malo ya que hay variedades de grises. Dicen que las ejecuciones públicas no se contemplaban por morbo, se utilizaban para practicar el sexo. Entre el gentío, los hombres se colocaban tras las mujeres penetrándolas.

 

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