La curvatura de la córnea

31 enero 2006

La vida secreta de la palabras

El dos de Diciembre de 1982 dejé de hablar. Fue durante la aburrida clase de Lengua y Literatura. Don Honorio dormitaba mientras un servidor salmodiaba la biografía de Demetrio Aldous con la cadencia monótona de lo memorizado a fuerza de repetición. Tal era la somnolencia del profesor que, ante mi repentina mudez, sólo golpeó la mesa con los nudillos de la mano derecha para dar paso al siguiente alumno en la lista alfabética que nos numeraba.
Hacía un par de días que en la clase de Prácticas Eléctricas había sufrido una pequeña invasión de amperios. Ese fue el motivo que El Calavera expuso ante el claustro de profesores para dar una explicación a mi silencio. «Una consecuencia directa» decía trenzando la voz con el bigote, «de la intensidad del calambrazo que ha circulado por su cuerpo». Tanto se preocupó que se encargó de citar a un psicólogo.
Mi madre me arropó hasta con seis mantas zamoranas durante todas las noches que estuve esperando al tipo que estudiaría mi actividad mental y cuanto había de humano en mi comportamiento. Fue la única que no me preguntó el motivo de mi mutismo, sólo duplicó sus besos y cocinó, uno tras otro, todos mis platos favoritos: Macarrones con jamón y ternera encebollada; judías con manitas, oreja y morro, arroz caldoso con escarbaderas y de postre flan a tutiplé para comer con cuchara sopera.
A veces he intentado fijar con exactitud el día que regresé al mundo de los fonemas y, aunque no consigo recordarlo, estoy seguro que fue con alguna estupidez sin sentido. Tampoco puedo explicar porque dejé de hablar, pero me gusta contar que fue porque tengo el cerebro en forma de embudo y a las palabras les cuesta demasiado tiempo llegar desde la zona más ancha, donde se crean las ideas, hasta el estrecho pitorro por el que los significados pasan antes de ser lanzadas al mundo exterior.
Sin embargo, en la última película de Isabel Coixet (La vida secreta de las palabras), Hanna tiene un motivo muy claro para no decir ni mu y cuando encuentra la empatía suficiente con otro ser humano, que parece vivir gracias a la incapaz de callarse, decide hablar en medio de un templo a la incomunicación, un lugar en ninguna parte. En ese medio tan inhóspito vence al miedo y nos cuenta la estremecedora experiencia vital que ha marcado su vida.
Preocupado por los motivos que nos pueden llevar a elegir el silencio le pregunté a Isabel Coixet, como si fuera mi Oráculo personal, si ella sabría interpretar los míos. Me aseguró que sobre mutismos juveniles nada podía decirme porque los pensamientos anárquicos que caracterizan esa edad son laberintos insoldables. Asentí y volví a su sabiduría reclamando alguna explicación, más poética que psicológica, que diera sentido a los muchos silencios que hoy en día me envuelven. Esos silencios con los que renuncio a defenderme del ultraje, incapaz de luchar contra la traición y que se acaban convirtiendo en garantía procesal para el juicio sumarísimo sobre mi personalidad ciclotímica y descarriada. Entonces me contó que las palabras son como bancos de peces que pululan en nuestras cabezas hasta agolparse en las cuerdas vocales. Allí luchan por salir para ser escuchadas por los demás. Algunas veces las palabras se pierden en ese camino que va desde la cabeza hasta la garganta. Esas palabras perdidas, que durante mucho tiempo vagan en el limbo de los silencios, de los malentendidos, de los errores del pasado y del dolor, un día salen a borbotones y cuando empiezan a salir nadie puede pararlas.
Desde que escuché esta parábola no he dejado de vigilar todos y cada uno de mis vocablos porque estoy impaciente por vislumbrar ese momento lucido en el que una avalancha de palabras me permitirá, ¡por fin!, escribir un relato cojonudo.

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