Mater Dolorosa o ¿qué signifca ser español?
Mater Dolorosa de Álvarez Junco analiza el
fracaso de los liberales del siglo XIX en la tarea de construir una identidad
nacional como referencia política y cultural. El autor, para llegar hasta esa
conclusión, despliega una magnifica cartografía en torno a la idea de “España”
y al concepto “nacionalismo español” al que sitúa en el lugar preciso mediante
tres definiciones esenciales que serán el marco referencial para este viaje por
los avatares de la identidad.
Nación es el grupo humano que comparte
características culturales comunes sobre las que construye el poder político, o
la contradicción de relacionar dos conceptos completamente distintos: La subjetividad
de la aspiración política como un acto de voluntad y la objetividad de los
rasgos culturales.
Nacionalismo es un principio político que
precisa de dos ingredientes: El sentimiento individual de identificación con la
comunidad étnica en la que se nace y otorgar a esa comunidad el poder soberano
sobre el territorio.
Nacionalista es aquella persona que
encuentra en la realidad social e histórica unas características colectivas y estables
en el tiempo caracterizadas por rasgos culturales, étnicos y religiosos que subrayan
la diferencia.
Estos tres conceptos son el paisaje de un
viaje que, centrado en el siglo XIX, dará muchos saltos en el tiempo para
averiguar los motivos que impidieron construir una identidad nacional liberal y
como esa idea germinó en la maceta de los católicos situados a la derecha del
espectro político. El viaje, que también recorrerá polvorientos caminos
locales, se estructura sobre tres grandes autovías nacionales: Antecedentes,
cultura y creencias hasta finalizar con un diagnóstico global del nacionalismo
español que, lejos de ser un punto y final, es la invitación a seguir el camino.
Pero dejémonos de preámbulos y que comience la aventura: ¿Qué significa ser
español?
Antecedentes
La primera idea de España es geográfica y
proviene del mundo romano hasta que los visigodos le añadieron un significado
étnico que idealizaba el territorio para compartir un espacio étnico y, desde
589, la religión católica. Los musulmanes añadieron el exotismo a una tierra de
frontera que buscó el contrapeso del peregrinaje compostelano como la leyenda
que potencia la empresa militar y política contra los musulmanes en una cruzada
bajo el grito “¡Santiago y a ellos!” Pero “España” era imposible en una
península dividida en reinos independientes hasta que los Reyes Católicos nacionalizaron el territorio
mediante el matrimonio y la guerra. Sin embargo la muerte de Juan, su
primogénito varón, impidió ampliar la unión geografía en un ámbito político
común y precipitó el final de la dinastía nacional de los Trastámara con el
desembarco de los Habsburgo germánicos encabezados por un Carlos V educado muy
lejos de un sentimiento nacional español. Fue su hijo, Felipe II quien, a
caballo de la contrarreforma, identificó su monarquía con una España elegida por
Dios como el semillero ideal para escribir una historia general mezclando orgullo
colectivo, falsedades y certezas para construir una identidad nacional en torno
al territorio, la lengua y la religión.
La identidad nacional en el siglo XV orbitó en torno al culto a la monarquía como la
expresión de un pueblo hasta que llegaron los Borbones del siglo XVII y
renovaron los símbolos. Carlos III estableció la bandera roja y amarilla que, sin referencias simbólicas borbónicas, legitimó
a la monarquía como el elemento esencial para la construcción de la nación, sin embargo Álvarez Junco nos recuerda que
esta primera identificación borbónica con la nación dejaba fuera al pueblo y se
basó casi exclusivamente en el binomio rey-nación hasta idolatrar, más allá de
la idea abstracta de nación, a la persona concreta del rey[1].
Pero la monarquía, lejos de propiciar un estado unido, partía de la
disgregación medieval y de unos Habsburgo que veían a España como parte de una
unión dinástica por agregación mediante matrimonios o herencia. Fue el Conde-Duque
de Olivares quien se obsesionó con la idea de centralizar el reino, una tarea a
la que se sumó la homogeneidad cultural del siglo XVIII para justificar la
existencia de un estado llamado España. Las élites ilustradas de las cortes de
Cádiz quisieron acelerar ese proceso gracias al conflicto con Francia entre
1808 y 1814, diluir el pasado fragmentario para formar una nación libre,
soberana y compacta y convertir a la guerra de independencia en el origen del
patriotismo étnico para sustituir la mitificación la Numancia frente a los
romanos y los conceptos previos de reino y monarquía por los nuevos de patria, pueblo y nación. Pero la guerra de
la independencia no fue una guerra de independencia
El nacionalismo español bautizó la guerra con
los franceses como guerra de la independencia de forma arbitraria porque Napoleón
nunca quiso convertir a España en una provincia, solo quería cambiar la
dinastía reinante, una modificación institucional que los españoles conocían
muy bien tras las sucesivas mudanzas en el trono de Trastámaras, Habsburgos y
Borbones. El conflicto fue una guerra internacional provocada por los aires
expansivos de la revolución francesa y la modificación de las alianzas tradicionales
entre Francia & España y Portugal & Inglaterra, frente a una nueva
triple alianza anglo & hispano & portuguesa. Por lo tanto nos
encontramos ante un acontecimiento muy alejado de una liberación nacional que
confronta dos identidades diferentes que exaltan lo propio frente a lo forano. En
realidad se expresaba un odio “a lo
francés” y a las reformas emprendidas por la nueva dinastía bonapartista desde
dos planteamientos diferentes: Por un lado la visión conservadora que nos habla
de una cruzada antirrevolucionaria contra el ateísmo ilustrado jacobino francés,
pero al mismo tiempo encontramos el planteamiento liberal que asocia el
conflicto al anti absolutismo[2]
En cualquier caso, El patriotismo étnico pasó
a ser patriotismo nacional en 1808 gracias a una doble ruptura con el Antiguo
Régimen de las monarquías medievales y con la Edad Moderna de la monarquía absolutista.
Sin embargo, mientras los liberales pensaban en la reorganización de un estado mediante
cambios sociales y políticos, había una parte de la población que no pensaba en
términos ni de nación, ni de reformas. En esa disputa, los constitucionalistas
necesitaban construir un mito político que rivalizara con la sacralización del
monarca; pero las élites ilustradas no estaban especialmente preocupadas por
impulsar la nueva forma de identidad nacional entre unas clases populares a las
que percibían como un pueblo ignorante capaz de producir errores contra sus
propios intereses. Esa tensión fue clave cuando terminó la guerra y la idea que
se instaló en el imaginario popular fue que el pueblo había redimido al país mientras
las élites antipatriotas lo habían vendido a las ideas revolucionarias
francesas.
Cultura
Aunque derrota de Napoleón en 1815 significó
la restauración monárquica, Europa ya no era la misma, había cambiado gracias a
la revolución francesa y a un nuevo concepto de nación a partir de las
comunidades lingüísticas establecidas durante la Edad Media y a las que se les
añadía la “voluntad general” para destilar una identidad nacional moderna y
sustentada en grandes territorios, una monarquía acreditada y un pueblo
definido. Ese gran momento de afirmación cultural necesitaba apuntalar un
programa político y fabricar una tradición de mitos y símbolos.
La construcción liberal del mito español buscó
una nación única pero se encontró dos problemas y un ambiente favorable: El
primer problema era la reforma constitucional y el segundo la necesidad de
renovar la historiografía para que la nueva definición de España tuviera un
relato histórico basado en un comunidad estable e imperturbable a través de los
milenios, una empresa claramente alejada de los intereses científicos propios
de la historia y de una pasado medieval caracterizado por la fragmentación del
territorio. Sin embargo, los aires
románticos, que alimentaban los caracteres nacionales de otros países europeos,
fueron un excelente caldo de cultivo para construir una cultura española que
representó el papel del exotismo encarnado en la “belleza, el honor y la
pasión” El resultado final salió de la pluma del historiador Modesto Lafuente
con una obra en 30 volúmenes, una versión canónica de la historia de España que
alentó la imaginación de autores como Ortiz de la Vega al que se le ocurrió
situar el Paraíso Terrenal, como dirían los excelsos humoristas argentinos Les
Luthiers, “en el mismo centro” de la Península Ibérica y honrar a Adán y Eva con
el privilegio de ser los primeros españoles.
El despropósito desde el punto de vista
histórico es evidente porque ese acercamiento no permite entender el pasado
como el paso previo para construir una identidad nacional y solo que deja claro
la utilización de la historiografía para alcanzar un objetivo político, cuando
la afirmación de la conciencia española y la construcción nacional tenía tres
posturas diferentes: El nacional-catolicismo situaba a los Reyes Católicos en
la plenitud nacional. Los liberales por el contrario consideraban a los Reyes
Católicos como un desvío del curso natural de los acontecimientos hasta la alcanzar
la decadencia del siglo XVII; y los ilustrados que asentaban su mitología
nacional en la exaltación de los Comuneros levantados contra la tiranía
monárquica y el dominio extranjero de los Habsburgo.
Las historias nacionales también se nutren de
invenciones colectivas que hacen de la ficción una herramienta más en el
entramado de la construcción nacional. En ese terreno nos detendremos con
brevedad en la literatura, la pintura y la música.
La literatura romántica de la época estuvo
muy alejada de los intereses revolucionarios liberales y apostó por la
divinidad creadora de una nación ideal para ensalzar los grandes hechos
históricos, y en esa tarea brilló José Zorrilla que reconstruyó un pasado
español fijado en la noche de los tiempos.
La pintura histórica rompió los moldes que
exaltaban a las casas dinásticas cuando Goya centró su mirada sobre la
sublevación y los fusilamientos madrileños del 2 de mayo de 1808 en los que resaltó
las figuras del fusilado y el pueblo en acción de combate.
La música nacionalista intentó crear una ópera
nacional con unos libretos que atendiera al entorno histórico creado por Modesto
Lafuente y con ese empeño se inauguró el Teatro Real en 1850, pero la
repercusión en el público fue escasa frente al éxito de las óperas italianas. Así
que la originalidad española se plasmó en la mezcla de cantos populares con
singularidades regionales que, integradas sin problemas dentro del españolismo,
se les añadió el teatro bufo denominado “género chico” (cuyo mayor exponente
fue la Zarzuela) para conformar un espectáculo que, aunque fundamentalmente estaba
despolitizado, se nutrió de expresiones conservadoras y personajes muy alejados
de la alta idea de patria liberal y que sin embargo afirmó la identidad
nacional gracias a canciones como de “España vengo” que fue muy popular en la
guerra de Cuba. Al mismo tiempo se produjeron composiciones musicales de autores
como Albeniz, Falla, Granados y Turina con una producción en torno a temas
morisco-andaluces de gran éxito internacional y que se identificaban como “lo
español”
Entre religión y nación
Si la Edad Media supuso un grado de
tolerancia desconocido en Europa entre cristianos, judíos y musulmanes, la
llegada de los Reyes Católicos se caracterizó por la instauraron de la Inquisición
en 1478, la expulsión de los judíos en 1492 y el incumplimiento en 1502 del pacto con los musulmanes de Granada con
respecto a la garantía de practicar su religión. Carlos V aumentó la
intolerancia en 1520 con el bautismo obligatorio. Felipe II, dentro de la ola
contra reformista de Trento, limpió la impureza medieval con los decretos de
expulsión de los moriscos de 1609 y 1614 para identificar el catolicismo y la
monarquía hispana como una irrenunciable identidad colectiva. De esta manera, si
el luteranismo apostaba por una comunicación silenciosa, directa e individual con
dios, el catolicismo mantenía al pueblo al margen de los debates teológicos fomentando
las ceremonias públicas, la devoción extensiva de santos, cristos y vírgenes
con una especial preocupación por ocupar el espacio público para reafirmar la
fe de la comunidad. En realidad, recuerda Álvarez Junco, más que una religión,
la fe católica fue una construcción cultural que, mientras evitaba la
explicación teológica, fomentaba una religiosidad ruidosa y festiva.
Pero el catolicismo también se sufrió con una
contradicción: Enfrentar su vocación universal con la construcción de una identidad
geográficamente limitada en la que, desde el siglo XVII, el poder de la monarquía
de los Borbones pugnaba contra el poder católico hasta expulsar a los jesuitas
de la península en 1767. Sin embargo estas tensiones en torno el poder político
no pretendían reducir el sentimiento religioso, por eso, importantes sectores eclesiales
que no perdonaron a los reformistas ilustrados, crearon, entre
1793-1795 el embrión del conservadurismo español contemporáneo que,
al grito de “Dios, patria
y rey”, daría origen al nacional-catolicismo.
Para comprender como los conservadores terminaron
de mezclar su tradicional religiosidad con la idea moderna de nación hasta conseguir
que la identidad nacional española se fundiera con el catolicismo, es muy
importante señalar que el pueblo en 1808, en lugar de reclamar en las calles el
mito nacional de los liberales, vitoreaba al rey, la religión y la institución
eclesial. De esta manera la guerra de independencia resumió la identidad
española en “católica” y la francesa en “atea” y así convertir la guerra en una
guerra santa donde la providencia designó a España el papel de salvar al mundo.
De este modo, a base de insistir en la religión, el concepto nación solo
permaneció en manos de los liberales gaditanos que, aunque también eran
creyentes con un gran número de clérigos entre los diputados, entendían que una
cosa era ser católico y otra muy diferente construir una identidad nacional
basada en la religiosidad. Esa fue la rendija que marcó la diferencia
fundamental a la hora de construir el concepto de nación española: Los
liberales quisieron terminar al mismo tiempo con la tiranía extranjera y nacional,
mientras los absolutistas pretendieron una nación basada en los principios
tradicionales de monarca y religión representados por el regreso de Fernando
VII y la restauración del Antiguo Régimen. Y eso fue lo que ocurrió, al menos
hasta el pronunciamiento de Riego en 1820 y el espejismo de un trienio liberal
que terminó con otra intervención extranjera: Los cien mil hijos de San Luís llegaron
a España para restaurar el absolutismo en una confrontación que tampoco se
vivió como una guerra nacional entre españoles y franceses, sino entre
católicos, de nuevo la religión, y revolucionarios. De esta manera, la derrota
liberal dejó el panorama despejado para una luna de miel entre la iglesia y el
trono que duró hasta la muerte de Fernando VII en 1833 cuando los carlistas,
con una concepción extrema del absolutismo, rechazaron a su hija Isabel como
legítima heredera porque veían en su hermano Carlos al rey ideal para mantener
el Antiguo Régimen, una posición que, sin mucho calado ideológico formal, se
sustentaba en la creencia tradicional de
una patria personificada en el rey y la religión. Por lo tanto, la guerra
carlista por el trono, lejos de una cuestión de identidad nacional, era un
nuevo enfrentamiento entre religión y
libertad, entre la malvada modernidad y la cosmovisión de la iglesia que defendía
el sagrado orden social que emana del Evangelio: Somos libres e iguales porque
somos hijos de dios.
El asalto liberal contra esta política
católica llegó con la ola revolucionaria que en 1848 inundó Europa. Pero en
España, contando con el paréntesis que la monarquía de Amadeo de Saboya
(1870-1873) le dio a la respetabilidad del nacionalismo, la gran oportunidad
perdida para que confluyeran en el
nacionalismo liberal con el católico fue la guerra de Melilla de 1895 sin
embargo, cuando se discutió sobre la esencia de España, los liberales
cuestionaron el papel histórico de la iglesia y acusaron a los Reyes Católicos como
los responsables de la decadencia del país. La contraofensiva católica defendió
el catolicismo español como el poder que procedía de dios, se radicaba en la
comunidad y se transfería a los gobernantes de manera que la esencia de la
nación se centraba en la religión, esa la tabla de salvación frente al peligro
revolucionario. Este pensamiento, que a la larga generaría el
nacional-catolicismo, precisaba de una nueva construcción histórica para situar
el mito nacional al mismo nivel que la Biblia y así, autores como Balmes, describieron
una España que surgía con la retirada de las aguas del diluvio universal,
y con unos habitantes que ya eran
religiosos incluso antes de la expansión de las prédicas cristianas por el
mundo. Pero esta construcción tenía una pega visigoda para designar el origen
monárquico del mito nacional, al fin y al cabo, los visigodos eran arrianos en
origen y por eso todas las alabanzas se centraron en Recaredo y su conversión
al catolicismo en el 587, pero la pega visigoda no cesaba ahí por la dificultad
de olvidar su estrepitoso y fulgurante final frente a los musulmanes. Así que
la identidad de una España monárquica y católica sobre la figura de espada
medieval de Pelayo y su confianza en la Virgen para luchar contra los
musulmanes en pos de una reconstrucción nacional que llegó hasta los Habsburgo subordinando
sus actos a la religión, hasta que los Borbones la humillaron con la intención de
someter a la iglesia. La meta final, la gran epopeya nacional culminó con la
sublevación contra Napoleón y aquí la historiografía es unánime a la hora de
subrayar el papel liberador que jugó la iglesia. Como hemos visto, todo un
discurso histórico para situar a iglesia por delante de España, subrayar que la
religión católica formó la nación española y, por lo tanto, una construcción
incompatible con la visión liberal de la historia. Esta discrepancia esencial
será un ingrediente que revelará la difícil tarea de una construcción nacional
común.
Estas dos visiones de la historia enfrentaron
en las Cortes Constitucionales de 1868 al calor del debate en torno a la libertad
religiosa. Castelar representaba la postura laico-liberal y Manterola la
católico-conservadora. Frente a la idea de una España que no era nada sin el
catolicismo, la respuesta era que el estado no podía tener ningún tipo de
religión porque el estado ni se confiesa, ni comulga, ni muere. Este momento
histórico, muy condicionado por los doce meses de “La Comuna” de Paris que se
percibía como el anticristo por su intención de llegar a una revolución social
“internacional”, terminó con la restauración en el trono del borbón Alfonso XII
y Cánovas como jefe político que, enfrentado a los católico-nacionales por la
cuestión de la unidad religiosa, no pudo evitar la confesionalidad del estado aunque
consiguió la autorización privada de otros cultos.
Estos dos mundos culturales evolucionaron
hacia un cierto reconocimiento tácito de cierta parte de la razón en los otros
y que Juan Valera sintetizó en una idea: La decadencia no era culpa ni de la
iglesia ni de la monarquía, sino de una especie de desastre interior de la
propia nación. Este pesimismo, que se acentuó tras la derrota colonial de 1898
en Cuba, se compensó ligeramente con llegada del papa León XIII y una cierta
apertura hacia el mundo moderno que invitaba a los católicos a abandonar la senda
del absolutismo y apoyar el sistema parlamentario. En España esta idea fraguó
en el partido Unión Católica que defendía los conceptos de “patria, religión y
propiedad” De esta manera la iglesia nacionalizaba su mensaje adaptándolo al
irremediable mundo contemporáneo de las naciones.
Pero asimilar el nacionalismo no era tan
fácil y precisó de un largo proceso para aquellos que, sintiéndose “españoles”,
todavía se identificaban con la iglesia, el rey o con sus identidades locales
cuando el mundo había olvidado las estructuras medievales para construir
estados nacionales. El siglo XIX terminaba y la derecha había completado el
proceso de fundir catolicismo y nacionalismo que culminará en la dictadura de
Franco.
Éxitos y fracasos del nacionalismo
Aunque Álvarez Junco afirma que el
sentimiento de frustración que arrastraba la España del siglo XIX no tenía su
alimento en un fracaso del devenir histórico, es cierto que el estado liberal
español fue incapaz de implantar la idea de identidad nacional entre la
población que sufría una sensación de inferioridad porque España, después de
jugar el estatus de gran potencia internacional durante tres siglos, había
terminado con una imagen debilitada justo cuando Napoleón había sido
definitivamente derrotado y un nuevo aire de restauración absolutista recorría
en Europa y sin embargo, el Congreso de Viena de 1815, encargado de repartir
los nuevos equilibrios mundiales, no atendió a las demandas españolas
sustentadas sobre el sentimiento patriótico que le había proporcionado la
victoria contra Napoleón y así, mientras el resto de Europa comenzaba una
expansión imperial que terminó por ser el fundamento y la demostración del
poder de las naciones, España se situaba en un segundo plano incapaz de
mantener el imperio americano y sin definir su identidad nacional aunque los
liberales, impresionados por la actitud
del “pueblo” ante los franceses, no podían evitar que los medios rurales defendieran
el Antiguo Régimen y, ante esa contingencia, renunciaron a las aspiraciones
originales de 1812, optaron por moderar el mensaje político y reconocieron la
religiosidad del pueblo español envanecido en su propia ignorancia.
La idea nacional de identidad fracasó porque
no penetró ni en el estado, ni en sus instituciones, ni en el conjunto de la
ciudadanía hasta convertirse en una característica del siglo XIX porque, con
independencia de si el estado era absolutista, liberal, republicano o
monárquico, una gran parte de la opinión no reconocía ni la legitimidad ni la
autoridad de un estado incapaz de crear una red de servicios públicos centralizados
que terminaran con los poderes locales maquillados por el nuevo caciquismo como
el velo que ocultaba los antiguos privilegios feudales. El estado-nación era
una frustración y Álvarez Junco los resume y simboliza con el fracaso de una
escuela pública que nunca llegó a ser obligatoria y gratuita por falta de
presupuesto, de manera que fue la
iglesia quien asumió la tarea de una educación diseñada para implantar la
doctrina cristina en un país que terminó el siglo XIX con un 60% de
analfabetismo frente al 5% de Alemania.
La creación del primer símbolo nacional siempre
es la bandera: La roja y gualda en 1785 pertenecía a la marina de guerra, se
extendió a las plazas marítimas y en Cádiz alcanzó la representación de quienes
resistían frente a los franceses para convertirse en la enseña liberal hasta el
regreso de Fernando VII que la evitó. En la primera guerra carlista representó
al ejército isabelino y una ley posterior la convirtió en emblema del ejército
de tierra hasta entusiasmar a la población en la guerra de Marruecos. Los revolucionarios
de 1868 la elevaron a bandera nacional para disgusto de los carlistas y de los
demócratas que la hicieron tricolor con una franja morada en honor a los
comuneros de Castilla. Rojigualda y Tricolor se usaron en la breve primera
república de 1873 hasta que la restauración colocó la rojigualda en los
edificios oficiales. La segunda república optó por los tres colores y el
franquismo retorno a la los dos colores.
El himno también fue militar, una marcha de
granaderos que se usaba en los actos donde participaba el monarca mientras el
himno de Riego sonaba en actos liberales, sin embargo en la guerra de Cuba las
tropas se acompañaban por una marcha zarzuelera. El himno se hace oficial en
1808 y se pierde la gran oportunidad de añadirle una letra que alentara los
valores patrios.
La puntilla para el sentimiento nacional
llegó en 1898 con la irrupción de Estados Unidos, un país sin historia, primera
potencia económica mundial y dispuesto a expandir su influencia política a
costa de la vieja e histórica monarquía española que, aunque intentó reforzar
el patriotismo utilizando el conflicto en el Caribe y el Pacífico, todo se
quedó en poco más de la utilización de diminutivos en canciones como “soldadito
español” o “banderita tu eres roja, banderita tu eres gualda” Y por ese camino
hasta el patriotismo castizo de la dictadura de Primo de Rivera bajo la idea de
que la política desunía tanto como unía la patria, un lema que dejaba
definitivamente en el olvido aquellas viejas aspiraciones constitucionalistas
de 1812. Mientras tanto las nuevas generaciones se embarcaban en otros
proyectos incompatibles con el españolismo como el internacionalismo obrero o los
nacionalismos periféricos que nacen al calor de las minorías cultas regionales
dedicadas, en semejanza con los nacionalistas estatales, a inventar una
tradición cultural que diera paso a un contenido político.
De esta manera 1898 es un año clave para el
nacionalismo español que nació laico y progresista pero derivó hacia la expresión
del nacional catolicismo hasta alcanzar su plenitud durante la guerra civil y la larga dictadura franquista gracias
a los conceptos excluyentes de España y antiEspaña. Y en esa dicotomías
estuvimos hasta que llegó la transición de los años setenta del siglo XXI que
dejó pendiente la definición de un sentimiento nacional integrador, de manera
que el actual nacionalismo español tiene que pasar el reto de distanciarse de
franquismo para asociarse con el patriotismo constitucional, una cuestión que
el libro de Álvarez Junco ya no aborda y que precisa de un estudio tan profundo
y acertado como el que Mater Dolorosa
realiza en torno al nacionalismo español del siglo XIX.
[1] Los liberales de las cortes de Cádiz de 1812 no entendieron esa
particularidad que llevó al pueblo a apodar a Fernando VII como “El Deseado”
[2] La
visión anti absolutista es muy difícil de sostener con tan solo recordar la
gran acogida popular que tuvo Fernando VII tras disolver las Cortes de Cádiz y
alejar las reformas liberales e ilustradas.
Etiquetas: Álvarez Junco, historia, historiografía, Mater Dolorosa, reseña libro
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