La Primera Guerra Mundial y sus consecuencias. Sobre una conferencia de Julián Casanova
El Aula Magna del Paraninfo en la Universidad de Zaragoza
estaba repleta de un público variopinto en cuanto a la edad para escuchar la
conferencia sobre la Primera Guerra Mundial que impartió el catedrático Julián
Casanova y de la que voy a intentar recoger los puntos que me parecieron de
mayor interés.
Casanova recordó que la Primera Guerra Mundial era un
ejemplo ideal para enumerar las tres claves que deberían adornar, no solo al
estudioso de las ciencias sociales, sino a cualquier ciudadano que pretenda
estar avisado de los acontecimientos que nos rodean.
Lo esencial es practicar una lectura crítica y acudir a las
fuentes que, en el caso de la Primera Guerra Mundial, han producido una inmensa
bibliografía, y eso una buena excusa para reconocer en esas obras el legado de
otra gente que ha conectado antes que nosotros el pasado con el presente. La
lectura crítica es el paso previo para articular un pensamiento analítico, esa
capacidad que brilla por su ausencia en la visión que los políticos dan de la
realidad, a la que sumamos la emitida a través de los medios de comunicación. Y
la tercera pata la encontramos en la divulgación, en la capacidad de comunicar
con precisión para que el cuidado formal sea el mejor camino para llegar a
mucha gente.
El profesor Casanova comenzó por poner el acento en las
diferentes lecturas que nos encontramos de la Primera Guerra Mundial en función
de si esas lecturas provenían de la Europa del Este, o por la Europa de por
aquí. Sin embargo, miremos por dónde miremos, es fácil captar la idea de una
línea decisiva que separó la edad del progreso y la era de las catástrofes, un
pensamiento que abunda en esa idea de Hobsbawm sobre un siglo XX como un siglo
corto, y que comienza en ese momento en el que las clases dominantes miran con
nostalgia a los años de la Belle Epoque mientras el futuro traía un mundo
cargado de masas. Una acumulación de gentes para recordarnos que la Primera
Guerra Mundial fue el primer conflicto de gran tamaño si atendemos al número de
víctimas, unas cifras que exigen una explicación de los motivos que llevaron a
las sociedades europeas opulentas hasta la Gran Guerra.
En torno a esa preguntas gravitan causas de larga duración que
gravitan en torno a tres hilos: El preámbulo de la guerra Franco-Prusiana, el
reparto de la culpa mediante alianzas que obligaban a los estados a responder a
las agresiones de sus aliados, y por último la fragmentación de los Balcanes
asociada a la potencia de Serbia. Pero también encontramos causas de corta
duración como las vertiginosas semanas que transcurrieron desde el asesinato
del archiduque de Austria hasta la declaración de
guerra.
Pero en estos últimos años, y a la hora de encontrar los
motivos que provocaron la guerra, además de observar las decisiones de los
poderosos, también se hace imprescindible interrogarse por el papel que jugaron
las clases populares.
La Europa de 1914 estaba dominada por viejos imperios
monárquicos basados en una aristocracia militar al estilo de los austrohúngaros
o la Rusia de los Romanov, salvo la excepción de Francia y Gran Bretaña.
Aquellas dictaduras no tuvieron la visión de ensanchar la base política a base
del sufragio universal. Ese mundo previo a la guerra es muy diferente al del
final de 1918 con la caída de los grandes imperios, excepto Gran Bretaña que,
sin embargo, también avanzaba hacia la democracia. Un período en el que todas
las naciones eran repúblicas entre la portuguesa de 1906 y la española de 1931.
Sin embargo todas cayeron en regímenes autoritarios y nacionalistas mientras
los aristócratas y monarcas nunca regresaron, y en eso España es una excepción.
La guerra no solo reestructuró el mapa político, sino que
convirtió en protagonista a la brutalidad de eliminar al otro. La guerra dejó
de ser la cita entre militares para pasar de ser “suave” a un desastre de tres
millones y medio de muertos de los que un tercio son civiles, o a la aniquilación
de los Armenios en 1916. Ya no hay inocentes en unas batallas de trincheras que
suministraran el culto fúnebre en forma de memoriales al soldado desconocido.
Pero si antes de 1914 la democracia era un bien frágil, escaso y con poca
presencia de la sociedad civil; a las clases dominantes les dominó la mirada
nostálgica al pasado que los abocó a la irresponsabilidad de mirar hacia otro
lado.
En esta tesitura las consecuencias fueron las siguientes: La
revolución rusa termina en menos de un año con los trescientos años de la
dinastía Romanov. los bolcheviques, más que provocar el derrumbe, aprovechan el
vacío de poder y, en los primeros seis meses tras la caída del régimen
anterior, más de un millón de personas dejan el frente en masa para regresar a
sus hogares con la idea de la colectivización del campo.
En los países derrotados de Europa triunfó, como un signo
contrario a la revolución rusa, unos movimientos contrarrevolucionarios con los
excombatientes como base y que triunfó en Europa como un signo contrario a la
revolución rusa. El derribo y eclipse de la democracia tuvo su colofón con la
conquista europea de los nazis. El terror a la revolución creó el crecimiento
contrarrevolucionario, un buen barbecho para que, tras la fragmentación de los
imperios, el nacionalismo apareciera en el teatro político que, aunque a veces
era integrador como en el caso de los Sudetes, casi siempre fue excluyente con
las minorías y, si a esa exclusión se le suma el racismo, la sentencia de la
eliminación del otro estaba dictada.
Fue una época en la que los dirigentes desarrollaron el
culto al líder que surge desde terrenos alejados de la política tradicional, es
un fenómeno al que podemos denominar como religión política y que fue aceptado
por millones de personas que, además de estar contentos con estos nuevos
regímenes, fueron cómplices y aquí se incluyen gran cantidad de las bases
sociales de trabajadores. Es lícito preguntarse por los motivos para esa
complicidad durante el período que va de la muerte del Zar hasta la de Hitler,
y para contestar tenemos que tirar de tres hilos.
Nos encontramos en una época en la que chocan los valores
militares modernos y las nuevas ciencias y tecnologías del momento que, como la
química o la psiquiatría, se ponen al servicio de los aniquiladores. Del mismo
modo que el tradicional despotismo del Estado choca con el nuevo autoritarismo.
Pero todas estas situaciones no se suceden en España porque,
aunque neutral en el conflicto, también sufrió algunas de sus consecuencias ya
que por primera vez se reivindican establecer nuevas relaciones entre la
riqueza de los patronos y las masas obreras. Sin embargo, ocurrió lo contrario
al terminar la Segunda Guerra Mundial, cuando la democracia llegó a Europa y
España se perdió del contexto europeo. Ese es el gran lastre que aún lleva a
cuestas nuestro país y su déficit de conciencia ciudadana en cuestiones básicas
como la garantía del bienestar social y una exigencia mayor en cuanto a las
actitudes políticas de los dirigentes.
Han pasado 100 años del comienzo de la Primera Guerra
Mundial y parece improbable que se produzca un hecho similar, sin embargo es
muy importante que recojamos todos los ecos que nos llegan de aquellos días
sobre la irresponsabilidad de las clases medias y grupos civiles ante todo lo
que se está modificando. No deberíamos olvidar que la democracia es un bien muy
frágil que necesita de nuestra atención.
Etiquetas: artículo, Julián Casanova, reseña conferencia
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