La curvatura de la córnea

10 junio 2014

Autopsia de Miguel Serrano Larraz o el examen de un cadáver para determinar su fallecimiento



“Si pienso en mi infancia, en mi adolescencia o en mi juventud, lo hago solo para buscar puntos de referencia que me ayuden en mi paternidad”

(Autopsia. Miguel Serrano Larraz)




Era la primera vez que entraba al edificio del Casino Mercantil. Me sorprendió la decoración de la sala y aquella luz, una luz de araña. Había dos grandes mesas. La primera estaba vacía, después de la entrega de premios se llenó con platos de jamón, botellas de vino y conversaciones de esas a las que yo no me atrevo a entrar, ellos estaban en su círculo y yo en mi periferia. En la segunda mesa había un buen número de ejemplares de las obras ganadoras. Estaban allí a modo de regalo, así que me hice con el poemario del ganador, los dos accésit y me senté. Mientras esperaba a que comenzara el evento leí algunos poemas de “La sección rítmica” de Miguel Serrano Larraz y no entendí nada. Era incapaz de relacionar los versos con los nombres de los pocos músicos de jazz que conocía y que formaban parte de una extensa lista a modo de índice del poemario. Quizás por eso no me interesó la publicación de su primera novela, por eso y porque me dio la sensación de que iba a ser un autobombo de toda la parafernalia literaria de la ciudad, y bueno, también porque temí no volver a entender nada de una novela, que según se leía en su contraportada, era una aventura picaresca para el siglo XXI. Sin embargo la compré y aún anda por las estanterías de casa.

Recuerdo la presentación del libro de relatos “Orbita” en el subsuelo de los Grandes Almacenes de la Modernidad porque llegué tarde, empapado por la lluvia y con la única intención de satisfacer mi morbo. Sergio del Molino en la prensa local había publicado sus discrepancias con respecto a la visión que Manuel Vilas tenía de los relatos de Miguel Serrano. El periodista hablaba de un libro iniciático, el clásico viaje hacia el descubrimiento del mundo, de la vida. Un trayecto por la nostalgia del pasado que, aunque sea tan cercano, nos mostraba un rabioso presente. Sin embargo el poeta Manuel & Vilas se deshizo en elogios afterpop ante unos relatos que buscaban narrar el presente histórico de una sociedad sumergida en un constante cambio determinado por los avances tecnológicos. Leí el libro condicionado por estas dos opiniones y, buscando las claves que dirimían Del Molino y Vilas, creo que me perdí mi propia lectura.

Poco tiempo después, la muerte del autor sueco Ste Arsson propició que Miguel Serrano Larraz, como traductor de su última novela, ejerciera las funciones de presentador de “Los hombres que no ataban a las mujeres” Compré la novela en la Feria de Libro y la tengo dedicada ¿Desde cuándo un traductor se atreve a firmar la novela de otro escritor? Aunque aquel gestó me pareció una desfachatez, leí la novela y de nuevo, me sentí bastante perdido, al parecer había que estar al corriente del empuje de la novela negra en los países escandinavos y yo, la verdad, estaba pez en esos asuntos.

Mi encuentro con el último libro de Miguel Serrano Larraz fue imprevisto. Estaba en una librería del centro de la ciudad en busca de un cuento para una de mis sobrinas cuando la foto de la portada de “Autopsia” me llamó la atención. Tres niños con máscaras anti gas fueron suficientes para excitar mi pasión por las historias que cuentan el trayecto desde la infancia a cualquier otro lugar. Al llegar a casa no caí en la tentación de una búsqueda googlera para indagar lo que se había escrito de la novela. Me hice fuerte tras un cordón sanitario que me aisló de cualquier opinión previa a mi lectura. Fue una excelente decisión porque la historia del libro va de eso: De los círculos que construimos para defendernos de otros círculos.

El primer círculo de nuestra vida tiene los contornos de una madre que te arropa, una luz que se apaga, una puerta que se cierra y los adultos se quedan fuera, prendidos por la tele cuyo reflejo se cuela a través de la rendija entre la puerta y el suelo (cuando esas rendijas eran signo de otros tiempos, ahora las teles habitan en lo más profundo de las cueva de los zagales) Quizás esa sea la primera vez que sientes que ellos te dejan fuera y entonces comienza la construcción de un universo que dura hasta que la luz, el desayuno y el colegio irrumpen con la fuerza de lo decisivo. Las bandas del colegio, del barrio, de los guapos o los feos, de los listos o los tontos, de los que llevan uniforme o coderas en el culo de los pantalones raídos por el paso del tiempo. No hace falta que elijas tu pertenencia a un círculo o a otro, si no eliges, si te quedas quieto, agazapado, ya estás eligiendo, no hacemos otra cosa a lo largo de nuestras vidas más que situarnos frente a los demás. Este posicionamiento es mucho más visible cuando es violento, cuando el roce entre los diferentes círculos se transforma en golpes, sangre y ojos morados. Sin embargo lo más habitual es el silencio de doble dirección: El silencio castigador y justiciero; y el silencio miedoso que pretende tapar heridas y ocultar desplantes. En cualquier caso son posturas peligrosas porque abonan el terreno para que el sistema inmunitario encargado de luchar contra los ataques externos se transforme en un agente implacable que termine por agredir a bacterias y virus inofensivos. Es la enfermedad de Crohn y su sublimación: Tu propio sistema de defensa terminará atacándote.

Recuerdo una tarde de ligoteo juvenil en las Casas Nuevas. Regresaba al Barrio del Piojo sobrepasada la hora fijada por la autoridad, ese retraso provocador que tanto me gustaba poner encima de la mesa presidida por mi padre. A la altura del bar El Toledano una manta cayó sobre mi cabeza y allí, acurrucado en el suelo, me dieron una considerable badana. No hacía falta ninguna explicación: Ese no era mi territorio y si quería hacer reír a las chicas de aquel barrio tenía que pagar un peaje. No supe quienes fueron los ejecutores de aquella agresión y, aunque mis sospechas tardaron mucho tiempo en disolverse en la laguna de la desmemoria, nunca he ejercido una violencia como aquella aunque he tenido alguna ocasión propiciatoria para hacerlo. Sin embargo no puedo decir lo mismo de mis silencios, de esa cerca que pretende aislar al otro, al enemigo, al miserable. Ya sabe, querido e improbable lector de qué le estoy hablando.

Los psicólogos de los suplementos dominicales de los periódicos dan soluciones a este tipo de comportamiento con recomendaciones tan peregrinas como la invitación a buscar el brillo de tu luz interior para iluminar al mundo. Esa es la mejor manera de romper el círculo. Parece fácil pero no lo es, sobre todo cuando en ese microcosmos se crea un cierto aire de amistad y de camaradería porque pese a todo, siempre hay otros personajes que viven en tu pequeño círculo, son esos amigos del alma, los que te hace reír, con los que te emborrachas, las trincheras perfectas para la batalla, ya lo dice la rumba: Amigos para siempre. Pero casi nunca es así. Tus amigos también desarrollan la enfermedad de Crohn y terminaran por atacar a un tipo tan anodino y transparente como tú y como yo.

Miguel Serrano sobrevuela sobre todos los actos que merodean la violencia para exculpar sus miedos, el autor necesita expulsar cualquier ápice de maldad porque quiere recuperar el espíritu limpio del niño, las peladuras de una mandarina para liberarse de cargas y enfrentarse a la paternidad. Y es aquí cuando lo maldigo. He seguido su novela como la revelación de mis propias culpas, he recordado mis pequeñas maldades, como tracé mis estúpidos círculos que nunca sirvieron de nada y he reflexionado sobre todos esos acontecimientos que jalonan la vida de cualquiera de nosotros. Lo hice desde la lealtad del lector que ha entrado en el juego propuesto por el autor, a tumba abierta, dispuesto a identificar todos y cada uno de mis pecados, de mis miedos. Pero al final me he encontrado con una desazón antigua, la amargura que casi tenía olvidada, la evidencia de que no podré romper, ni todos los cordones sanitarios que construí, ni todos los círculos que evité porque yo, maldita sea, nunca voy a ser padre.

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